miércoles, 26 de diciembre de 2012

El piano

La niña comenzó a tocar las duras teclas del piano. En ningún momento había pretendido bajar y acompañar a sus progenitores en la fiesta que habían organizado para celebrar el ascenso de su padre en el bufete de abogados en el que trabajaba. Odiaba las fiestas, la gente que enmascaraba su malicia con sonrisas deslumbradoras y los perfumes pesados y aceitosos que encubrían una vida de mentiras y promiscuidad descontrolada.
La niña siguió tocando el piano. La melodía era tenue y delicada, y evocaba recuerdos de lugares brumosos y silenciosos, santuarios abandonados y viejas iglesias, bosques arropados por la lluvia y atardeceres invernales. La música aumentó su intensidad, y la niña se abstrajo por completo de la realidad, llevada a un entorno oscuro de rituales suicidas, de agónica desesperación e invocaciones largo tiempo olvidadas. Cada nota era una ráfaga de viento helado, una risa estremecedora llegada de otro tiempo, un murmullo ancestral en una lengua muerta. 
La música cesó, la niña respiró de nuevo. En el piso de abajo ya no se oían los ruidos de la fiesta. La niña cerró la tapa del piano y bajó las escaleras del desván. 
En el salón todos estaban muertos; unos ahorcados con sus propias corbatas, otros apuñalados por sus propias parejas, algunos ahogados por las manos de sus compañeros.
La niña sonrió. Aquella era la mejor fiesta que había asistido.

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