jueves, 3 de enero de 2013

Sin mirar por el retrovisor

Una larga hilera de luces y estrépitos taladra mi cabeza. Llevo cerca de media hora esperando y ningún coche avanza; creo que me volveré loca. Ni siquiera el ligero crepitar del tabaco en mis labios logra alejar la sensación de irrealidad que se está apoderando de mi mente, allí en la carretera, parada y confusa, viendo con desazón cómo pasan a toda velocidad por mi lado izquierdo. El zumbido que dejan a su paso me irrita aún más. Creo que llegaré tarde. Tampoco sé a dónde quiero llegar, pero sé que será tarde, muy tarde. La espalda me suda y noto cada nervio como si estuviera siendo pellizcado, y eso me pone aún más histérica, tanto que puedo llegar a perder el control.
La cola no avanza nada. Nadie ha venido para dirigir el tráfico; llevamos así demasiado tiempo. Empieza a caer una ligera llovizna. El ruido de los coches me perturba. Bien, ha llegado la hora de tomar las riendas.
Sujeto fuertemente el volante, lo giro hacia la izquierda, sin mirar por el retrovisor. Me da igual, si puedo llevarme a alguno conmigo, tanto mejor. Acelero un poco, lo suficiente como para asegurarme de que todo saldrá bien, y salgo de la cola, adentrándome en el carril izquierdo.
Lo último que escuchó es el largo e interminable claxon del coche y un inútil derrapar de ruedas.

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