-He
oído que sois capaz de proporcionar la vida eterna, Ominosa
Emperatriz.
Nieth,
en su trono de metal y carne, esbozó una siniestra sonrisa. O algo
así le pareció al joven Asenet, que no podía jurar que aquellos
labios descarnados y volteados hacia atrás pudieran realizar otro
gesto que aquel de espanto y horror que poseían.
-Has
oído bien entonces, Asenet. -La deidad se puso en pie. Los apéndices
gelatinosos y ovoides que brotaban de su hueso parietal se agitaron
tras su espalda. Una estrecha tela de seda blanca cubría la mitad
inferior de su desnudo cuerpo, seductor y terrible a la vez-. ¿Qué
estarías dispuesto a ofrecerme para complacer tus deseos?
Asenet
se arrodilló aún más bajo la presencia de la Emperatriz. Se sentía
horriblemente indefenso ante su presencia, insignificante y
perecedero como una hoja de papiro junto al fuego. La breve
mortalidad envolvió su consciencia mientras imágenes de horrores
indecibles y mares de sangre se agolpaban en su cabeza. Las palabras
de la Emperatriz Nieth poseían aquella fuerza.
-Os
ofrezco mis tierras, mi ganado y toda la cosecha del año,
Ilustrísima Deidad.
Nieth
alzó su látigo de cuero y un bastón que recordaba ligeramente a un
falo en erección. Sus ojos se estrecharon y una expresión de ofensa
apareció en su abominable rostro. Tras el trono, el visir Tjebenet
se revolvió con temor. Encadenado como estaba por el cuello a una
gruesa argolla anclada en el mismo trono, no podía librarse ni un
instante de la ira de su señora, aunque ésta fuera provocada por
otra y hacia otra persona. Los arañazos, las mordeduras y los
anélidos biotecnológicos que sobresalían de su piel daban
evidencia de ello. Cuando el campesino marchase, ella le provocaría
eternos padecimientos y placeres.
-¿Acaso
me has tomado por uno de esos primitivos seres de la antigüedad?
-rugió la Emperatriz, usando su verdadera voz. Era un eco frío,
distante, como pasos solitarios sobre un puente cristalino frente al
eterno abismo de la no existencia-. Yo soy el devenir y la evolución,
el progreso en su estado más puro, la esencia del tiempo que ordena
todas las cosas. La carne y la sangre son los únicos sacrificios que
me ofrecerás. ¿Estás dispuesto a pagar tan alto precio?
La
vida eterna... Asenet se mordió la cara interna del labio inferior.
No sabía si la Emperatriz podía leer sus pensamientos, pero no lo
descartó como algo improbable. Su vida no tenía sentido, eso lo
había reflexionado hasta la saciedad en las frías noches de su
hogar, y no hallaba manera de encontrar la salvación y lograrse un
futuro bendecido con la esperanza de que sus recuerdos no cayeran en
un pozo sin fondo. Entonces llegó desde el cielo nocturno aquella
monstruosa deidad con sus promesas y milagros, sus profecías y
diatribas sobre seres inmortales y evoluciones paralelas a la razón
humana. Se alzaron construcciones grotescas en honor de la Emperatriz,
recintos inmensos de orgánica locura mezclada con extraños metales
que resonaban con tenues zumbidos durante toda la noche, y los
sacerdotes se dedicaron en cuerpo y alma, literalmente, a rendir culto y expandir su palabra, ofreciéndole sacrificios humanos para
saciar su inagotable sed. La salvación parecía posible, una eterna
existencia dominada por el placer y la locura, por las insidiosas
sensaciones más primitivas del alma humana.
El
campesino asintió. Nieth sacudió la cabeza, haciendo tintinear los
apéndices anillados. La luz de las esferas flotantes se reflejó en
sus estrechos ojos gelatinosos. Con gesto placentero, extendió el
brazo y ofreció un dedo desproporcionadamente largo al hombre que
permanecía casi tumbado sobre el frío suelo de su cámara. Asenet
alzó la cabeza, observó con temor el dedo y pensó que debía de
tener algún tipo de significado todo aquello. El dedo se acercó a
medida que la Emperatriz salvaba la distancia que la separaba del
hombre, bajando los escalones del trono con indomable determinación.
Asenet sintió cómo el temor sacudía sus entrañas, estremeciendo
todo su ser, arañando cada fibra nerviosa de su cuerpo. Pero
también, oculto bajo el velo del miedo primitivo, yacía una
sensación placentera, un estímulo hipotalámico que le provocó un
ligero estremecimiento tanto en la nuca como en la entrepierna. Era
tan hermosa, tan terrible. Un cuerpo desnudo de protuberantes pechos
coronado por un cráneo deforme y horrendo, un monstruo de virtudes y
horribles esencias que prevalecería por encima de los intereses
mundanos de los simples mortales. La tela apenas lograba ocultar sus
voluptuosas piernas, los filamentos anillados que sobresalían de sus
rodillas como tentáculos naturales de los que emanaban gotas de una
gelatinosa sustancia. Y el dedo se acercaba cada vez más, cada vez
más, y no parecía que fuera a parar. De él brotó un ligero
brillo, el reflejo de la luz sobre una gota líquida.
Como
si hubiera recibido una orden silenciosa, Asenet abrió la boca y
dejó que el dedo de afilada y larga uña entrara en ella, resuelto
e imparable cual pensamiento proyectado hacia el objeto de deseo.
Tjebenet sacudió la cabeza. La cadena tintineó, y sus labios
pintados de púrpura se contrajeron hacia dentro, como si temiera
recibir la dolorosa sensación del campesino.
-La
carne ha de ser purificada antes de la ofrenda -exclamó Nieth,
arqueando la espalda de puro placer. Su dedo se retorcía
incontrolable en la boca de Asenet-. Recibe los dones de
An III, Asenet, consagra la especie y contribuye al nacimiento de la
prole que ha de reinar.
La
Emperatriz retiró el dedo con asombrosa rapidez, llevándose parte
del labio superior del devoto, y regresó a su trono de horror y
locura biometálica, lamiéndose el dedo como si degustase una
exquisita golosina. Asenet gritó y se arrojó al suelo entre
terribles padecimientos, cubriéndose la boca con las manos para
tratar de detener la sangre que perlaba el oscuro suelo de la cámara.
Pero
la construcción que le rodeaba, que les envolvía en una suerte de
pirámide visceral y brumosa, no parecía dispuesta a dejar que
semejante festín se desperdiciara conteniéndose en el impuro y
débil cuerpo del humano. Extendió sus largos tentáculos, sus
brazos corrosivos que chascaban en el aire, y atravesó la piel y los
huesos de Asenet, devorando todo a su paso, saciándose, vaciándole
de sangre, de carne, de toda la vida, sorbiendo ruidosamente hasta
que el brillo de sus ojos se apagó para siempre.
-¡Vive
ahora eternamente, Asenet! -rugió la Ominosa Emperatriz, alzando los
brazos hacia la negra techumbre de la cámara-. ¡Vive en mí y fluye
por mis memorias! -el cuerpo del campesino, retraído en una suerte
de piel plegada y restos sanguinolentos, era estremecido por unos
pequeños tentáculos que sobresalían del suelo, como aprendices
aprovechados que se alimentaran de la carroña dejada por sus
mayores-. Pues sabe que soy Nieth, la Devoradora de Hombres, llegada
del inexplorado universo para sumir toda forma de vida en una noche eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario