jueves, 10 de enero de 2013

Escritos del devenir, Relato I. Noche eterna.


-He oído que sois capaz de proporcionar la vida eterna, Ominosa Emperatriz.
Nieth, en su trono de metal y carne, esbozó una siniestra sonrisa. O algo así le pareció al joven Asenet, que no podía jurar que aquellos labios descarnados y volteados hacia atrás pudieran realizar otro gesto que aquel de espanto y horror que poseían.
-Has oído bien entonces, Asenet. -La deidad se puso en pie. Los apéndices gelatinosos y ovoides que brotaban de su hueso parietal se agitaron tras su espalda. Una estrecha tela de seda blanca cubría la mitad inferior de su desnudo cuerpo, seductor y terrible a la vez-. ¿Qué estarías dispuesto a ofrecerme para complacer tus deseos?
Asenet se arrodilló aún más bajo la presencia de la Emperatriz. Se sentía horriblemente indefenso ante su presencia, insignificante y perecedero como una hoja de papiro junto al fuego. La breve mortalidad envolvió su consciencia mientras imágenes de horrores indecibles y mares de sangre se agolpaban en su cabeza. Las palabras de la Emperatriz Nieth poseían aquella fuerza.
-Os ofrezco mis tierras, mi ganado y toda la cosecha del año, Ilustrísima Deidad.
Nieth alzó su látigo de cuero y un bastón que recordaba ligeramente a un falo en erección. Sus ojos se estrecharon y una expresión de ofensa apareció en su abominable rostro. Tras el trono, el visir Tjebenet se revolvió con temor. Encadenado como estaba por el cuello a una gruesa argolla anclada en el mismo trono, no podía librarse ni un instante de la ira de su señora, aunque ésta fuera provocada por otra y hacia otra persona. Los arañazos, las mordeduras y los anélidos biotecnológicos que sobresalían de su piel daban evidencia de ello. Cuando el campesino marchase, ella le provocaría eternos padecimientos y placeres.
-¿Acaso me has tomado por uno de esos primitivos seres de la antigüedad? -rugió la Emperatriz, usando su verdadera voz. Era un eco frío, distante, como pasos solitarios sobre un puente cristalino frente al eterno abismo de la no existencia-. Yo soy el devenir y la evolución, el progreso en su estado más puro, la esencia del tiempo que ordena todas las cosas. La carne y la sangre son los únicos sacrificios que me ofrecerás. ¿Estás dispuesto a pagar tan alto precio?
La vida eterna... Asenet se mordió la cara interna del labio inferior. No sabía si la Emperatriz podía leer sus pensamientos, pero no lo descartó como algo improbable. Su vida no tenía sentido, eso lo había reflexionado hasta la saciedad en las frías noches de su hogar, y no hallaba manera de encontrar la salvación y lograrse un futuro bendecido con la esperanza de que sus recuerdos no cayeran en un pozo sin fondo. Entonces llegó desde el cielo nocturno aquella monstruosa deidad con sus promesas y milagros, sus profecías y diatribas sobre seres inmortales y evoluciones paralelas a la razón humana. Se alzaron construcciones grotescas en honor de la Emperatriz, recintos inmensos de orgánica locura mezclada con extraños metales que resonaban con tenues zumbidos durante toda la noche, y los sacerdotes se dedicaron en cuerpo y alma, literalmente, a rendir culto y expandir su palabra, ofreciéndole sacrificios humanos para saciar su inagotable sed. La salvación parecía posible, una eterna existencia dominada por el placer y la locura, por las insidiosas sensaciones más primitivas del alma humana.
El campesino asintió. Nieth sacudió la cabeza, haciendo tintinear los apéndices anillados. La luz de las esferas flotantes se reflejó en sus estrechos ojos gelatinosos. Con gesto placentero, extendió el brazo y ofreció un dedo desproporcionadamente largo al hombre que permanecía casi tumbado sobre el frío suelo de su cámara. Asenet alzó la cabeza, observó con temor el dedo y pensó que debía de tener algún tipo de significado todo aquello. El dedo se acercó a medida que la Emperatriz salvaba la distancia que la separaba del hombre, bajando los escalones del trono con indomable determinación. Asenet sintió cómo el temor sacudía sus entrañas, estremeciendo todo su ser, arañando cada fibra nerviosa de su cuerpo. Pero también, oculto bajo el velo del miedo primitivo, yacía una sensación placentera, un estímulo hipotalámico que le provocó un ligero estremecimiento tanto en la nuca como en la entrepierna. Era tan hermosa, tan terrible. Un cuerpo desnudo de protuberantes pechos coronado por un cráneo deforme y horrendo, un monstruo de virtudes y horribles esencias que prevalecería por encima de los intereses mundanos de los simples mortales. La tela apenas lograba ocultar sus voluptuosas piernas, los filamentos anillados que sobresalían de sus rodillas como tentáculos naturales de los que emanaban gotas de una gelatinosa sustancia. Y el dedo se acercaba cada vez más, cada vez más, y no parecía que fuera a parar. De él brotó un ligero brillo, el reflejo de la luz sobre una gota líquida.
Como si hubiera recibido una orden silenciosa, Asenet abrió la boca y dejó que el dedo de afilada y larga uña entrara en ella, resuelto e imparable cual pensamiento proyectado hacia el objeto de deseo. Tjebenet sacudió la cabeza. La cadena tintineó, y sus labios pintados de púrpura se contrajeron hacia dentro, como si temiera recibir la dolorosa sensación del campesino.
-La carne ha de ser purificada antes de la ofrenda -exclamó Nieth, arqueando la espalda de puro placer. Su dedo se retorcía incontrolable en la boca de Asenet-. Recibe los dones de An III, Asenet, consagra la especie y contribuye al nacimiento de la prole que ha de reinar.
La Emperatriz retiró el dedo con asombrosa rapidez, llevándose parte del labio superior del devoto, y regresó a su trono de horror y locura biometálica, lamiéndose el dedo como si degustase una exquisita golosina. Asenet gritó y se arrojó al suelo entre terribles padecimientos, cubriéndose la boca con las manos para tratar de detener la sangre que perlaba el oscuro suelo de la cámara.
Pero la construcción que le rodeaba, que les envolvía en una suerte de pirámide visceral y brumosa, no parecía dispuesta a dejar que semejante festín se desperdiciara conteniéndose en el impuro y débil cuerpo del humano. Extendió sus largos tentáculos, sus brazos corrosivos que chascaban en el aire, y atravesó la piel y los huesos de Asenet, devorando todo a su paso, saciándose, vaciándole de sangre, de carne, de toda la vida, sorbiendo ruidosamente hasta que el brillo de sus ojos se apagó para siempre.
-¡Vive ahora eternamente, Asenet! -rugió la Ominosa Emperatriz, alzando los brazos hacia la negra techumbre de la cámara-. ¡Vive en mí y fluye por mis memorias! -el cuerpo del campesino, retraído en una suerte de piel plegada y restos sanguinolentos, era estremecido por unos pequeños tentáculos que sobresalían del suelo, como aprendices aprovechados que se alimentaran de la carroña dejada por sus mayores-. Pues sabe que soy Nieth, la Devoradora de Hombres, llegada del inexplorado universo para sumir toda forma de vida en una noche eterna.

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