sábado, 27 de abril de 2013

La aldea de la montaña


     Hace mucho tiempo, en un lugar muy al sur de China, había una misteriosa aldea en lo alto de una montaña. Este lugar no aparece en los mapas, ni siquiera en el más detallado y minucioso, y se dice que la bruma de la montaña la oculta de la vista, y que tan solo los que son invitados pueden acceder a ella.
     Se sabe, no obstante, que en aquella aldea vivió un venerable anciano de profunda sabiduría. Tales eran sus artes y conocimientos que peregrinos de todo el mundo trataron de entrevistarse con él, preguntando e investigando, pues sabían que, si no eran invitados, jamás lo encontrarían. Pero para el anciano maestro los invitados no existían. Quien deseara verle sólo tenía que hacerlo. Como no parecía cosa fácil, nadie acudió finalmente a entrevistarse con el venerable sabio, y éste empezó a creer que, tal vez, no habían sido tan fuertes los deseos de sus corazones.
     Pero una mañana de primavera, con el sol retozando entre las nubes, un viajero acudió al estanque donde el sabio solía pasarse las horas meditando. Las flores de los cerezos caían como una lluvia, y las garzas paseaban entre los caminos que conducían al estanque. El viajero se acercó al anciano, se postró de rodillas frente a él y solicitó su perdón.
     -¿Por qué has de pedir perdón, viajero, si acabas de descubrir que la voluntad es más fuerte que el deseo? -preguntó el anciano, observando detenidamente al hombre.
     -Porque he de secuestraros, venerable anciano -reveló el viajero, inquieto-, y llevaros ante el Emperador. Su Excelencia desea que le sirváis fielmente como consejero, pues vuestra sabiduría ha trascendido más allá de los Cinco Países.
     Resultó que el peregrino era un soldado del Emperador, enviado por éste a la misteriosa aldea de la montaña para llevar al sabio a su palacio. Había atravesado medio país, a pie y a caballo, preguntando y siguiendo rumores, movido tanto por el instinto como por las indicaciones de aquellos que parecían de fiar.
      Dos meses después de su partida de palacio alcanzó la montaña brumosa.
     -Sólo hay secuestro si me negara a acompañarte, guerrero -dijo tranquilamente el anciano-. Pero observo que tu arrepentimiento es más fuerte que tu deseo de obedecer. ¡Vaya! -exclamó, sonriendo-, en apenas un minuto has demostrado dos veces más virtudes que deseos.
     El soldado se incorporó y miró fijamente al anciano. Estaba sentado sobre una roca alisada, y su túnica blanca se agitaba con el viento.
     -Desde niño siempre quise ser un poderoso guerrero, venerable anciano.
     -Pues has de saber que el guerrero más poderoso es aquel que nunca lucha -dijo el maestro, adoptando una postura más relajada-. El guerrero que desea ser considerado como tal es aquel que tiende la mano a su enemigo y le ayuda a levantarse del suelo. Ahí está la fuerza. Porque golpear y matar es algo demasiado fácil.
     El guerrero guardó silencio, meditando aquellas palabras.
     -Tómate un día de reflexión y descanso -continuó el anciano, volviendo a su estanque y el horizonte montañoso, donde el mundo parecía más pequeño a tan elevada altura-, pues pareces nervioso y estarás exhausto del viaje. Lo que hayas venido a hacer puede esperar un día más. No te preocupes.
     El guerrero asintió y, en silencio, se dirigió a la aldea en busca de una posada.

     Al día siguiente, el anciano estaba en el mismo lugar. A su alrededor, las flores de cerezo formaban una alfombra rosada y blanca, y las garzas estaban ahora inmóviles dentro del estanque. Las linternas de piedra iluminaban los estrechos y sinuosos senderos de grava. El guerrero, completamente descansado, tomó asiento junto al anciano y, como él, clavó la mirada en las tranquilas aguas.
     -He estado pensando, venerable anciano -dijo el guerrero, tranquilo-, en vuestras palabras de ayer. No hay secuestro si la parte afectada no se niega, es cierto, y eso me hace pensar que siempre podemos elegir ser una cosa u otra en la vida.
     -O ambas -añadió el anciano-, o muchas. O ninguna.
     -Si os llevara al Emperador, podría considerarme un buen soldado, pero siempre estaría limitado por la obediencia, y eso es lo que me convierte en un siervo, y no un guerrero.
     -Esas sí son sabias palabras, viajero.
     El viajero sonrió. Luego dijo:
     -No voy a llevaros ante el Emperador, venerable anciano, pero yo tampoco regresaré. Seré un poderoso guerrero en este lugar, donde tenderé la mano a mi enemigo y donde podré tomar mis propias decisiones, pues así ha sucedido.
     El sabio sonrió. Ahí sí había un fuerte corazón.

                                                                                                           Nieblas del Zen, Abel Loro Valero.

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