viernes, 1 de febrero de 2013

Entrante

Le había dicho que su hijo estaba muerto. Un mal parto, demasiada sangre, y adiós muy buenas.
El doctor no soportaba la debilidad humana, la obligada dependencia existencial de los sentimientos, y por eso había abandonado rápidamente a la parturienta dejándola con su dolor y un par de destrozados familiares.
Todavía le quedaba algo por hacer. Llevaba mucho tiempo esperando algo así, muchas lunas y muchos pasajes por delante de sus estrechos ojos. La mano le temblaba en el bolsillo de la bata. El dulce fluir de la vida impregnaba la impoluta tela como si hubiera salido de un matadero. El doctor sonrió; en cierta medida era así.
Dejó atrás todo el laberinto de pasillos fríos y blanquecinos y se adentró en la morgue. Su corazón palpitaba como el frenético trote del caballo desbocado. Allí estaba el cuerpecito, envuelto en blancas telas, que se agitaban levemente con el movimiento de los brazos y los pies. 
El doctor sacó las manos de los bolsillos y se las frotó. Un reguero de saliva discurrió por la comisura de sus labios. Tenía hambre, mucha hambre. Llevaba años sin probar bocado, y al fin podría disfrutar de un bien merecido entrante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario